Rafael Jorba: Ciutadanies fallides


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Más allá de la distinción clásica entre estados de derecho y regímenes de matriz autoritaria, en las últimas décadas se ha acuñado el término de estados fallidos (failed states) para designar aquellos estados que mantienen sólo el control nominal de su territorio y que no son capaces de garantizar el monopolio del uso de la fuerza -presencia de grupos paramilitares o guerrillas de distinto signo- y de suministrar los servicios básicos al conjunto del territorio. No voy a ahondar en ese concepto -el centro de estudios Fund for Peace publica anualmente un índice de estados fallidos-, pero bastaría con citar dos ejemplos antitéticos: Iraq y Afganistán. El Iraq de Sadam Husein era un Estado no democrático que se convirtió en Estado fallido tras la invasión norteamericana y, en sentido inverso, Afganistán era un Estado fallido en el que se intervino para intentar rescatarlo del control de los talibanes y de los señores de la guerra.

Es evidente que este concepto de Estado fallido no puede aplicarse a los 28 estados que conforman la Unión Europea, pero sí a países que están a sus puertas, como es el caso de Ucrania tras la práctica secesión de la península de Crimea y la paulatina pérdida de control de las regiones rusófonas. En el marco de la UE, con el telón de fondo de las elecciones europeas, estamos asistiendo a la emergencia de unas ciudadanías fallidas, resultado de la crisis económica y del auge del neopopulismo. Una tormenta perfecta, en suma, en la que el aparato eléctrico de este largo ciclo de crisis ha avivado los miedos y los tics atávicos, el repliegue identitario y el auge del racismo y de la xenofobia. El primer síntoma, anterior a la recesión, se constató en el debate de la non nata Constitución Europea, con la victoria del no en los referéndums de Francia y los País Bajos (29 de mayo y 1 de junio del 2005). La divisa europea -”Unida en la diversidad”- debería haber alentado el concepto de ciudadanía europea como identidad cívica dominante, en expresión del analista británico Timothy Garton Ash, con el fin de desarmar el yo nacional, excluyente y exclusivo, de los estados nación. Sin embargo, constatar que la ciudadanía europea es aún una ciudadanía fallida no significa que esa quiebra haya que apuntarla sólo en el debe de las instituciones europeas. Porque, como establecía la propia Constitución, “la ciudadanía de la Unión se añade a la ciudadanía nacional sin sustituirla”. ¿No serán las ciudadanías de los estados miembros las que se están convirtiendo en ciudadanías fallidas?

En efecto, como han evidenciado las elecciones europeas, son las claves internas de cada país las que han terciado. Con anterioridad a la crisis económica, las dos grandes fuerzas que alumbraron el modelo social europeo (socialdemocracia y democracia cristiana) trataron a los ciudadanos como clientes, rompiendo aquella regla que dice que la ciudadanía se sustenta en un marco compartido de derechos y deberes. Así, en tiempos de vacas gordas, el ciudadano elector se fue convirtiendo en el cliente consumidor de la política, depositario de derechos y no de deberes, en línea con aquella ética indolora de los nuevos tiempos democráticos que denunció Gilles Lipovetsky en El crepúsculo del deber (1992). No se descargó a tiempo el Estado de bienestar para evitar que se derrumbara por exceso de carga… Ahora, en tiempos de vacas flacas, las políticas de austeridad se están leyendo en clave ideológica: los ciudadanos presienten que los recortes no sólo socavan el modelo social de referencia, sino que sus promotores intentan derruirlo y levantar un edificio alternativo de corte neoliberal. La deserción de las clases medias -ayer los agentes sociales de la construcción europea y hoy las principales damnificadas por la crisis de aquel modelo- está en el origen de esas ciudadanías fallidas.

La quiebra del concepto mismo de ciudadanía ha ido acompañada del auge de los nacionalismos. Se dice a menudo, citando a Ernest Renan, que “una nación es un plebiscito cotidiano”, pero se olvida que este pensador francés escribió también que “una nación es una gran solidaridad, constituida por el sentimiento de los sacrificios que se han hecho y por los que estamos aún dispuestos a hacer”. La ciudadanía fallida, resultado de la crisis económica y de aquel crepúsculo del deber que la precedió en el plano político, ha dado como resultado el resurgir de las viejas naciones, ancladas en el suelo y no en la idea, justo lo contrario del ideal europeo. En este contexto, se alza un nacionalpopulismo que denuncia la esclerosis de la democracia y su subordinación a las fuerzas transnacionales. Estos populismos, de distinto signo y bandera, comparten unos rasgos comunes que ha sintetizado el periodista Mateo Madridejos: “En su acervo axiológico se incluyen la ponderación permanente de los particularismos identitarios, la invocación o el elogio de la supuesta ‘voluntad del pueblo’ frente a las restricciones del orden legal y la defensa de la preeminencia de la excepción nacional frente a los embates de la inmigración y la globalización”.

El desengaño europeo, según el título del último libro de Sami Naïr, puede convertirse en pesadilla si no se supera esta fase de ciudadanías fallidas y se renuevan los grandes consensos políticos y sociales de referencia. De igual manera que tras la Segunda Guerra Mundial la socialdemocracia y el Estado de bienestar vincularon a las clases medias europeas con la democracia liberal, rescatándolas de la desafección que condujeron al fascismo y la barbarie, Europa necesita hoy un nuevo comienzo que pasa por actualizar aquel pacto fundacional. La tentación neoliberal no sólo dará alas a los nacionalpopulismos, sino que acabará por arruinar la idea misma de ciudadanía. Y entonces sí, las ciudadanías fallidas pueden dar paso a estados fallidos. También en Europa.

Rafael Jorba, La Vanguàrdia, 07/06/2014

 

 

 

 

 

 


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