Rafael Jorba: El “Tweet Party”


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Rafael Jorba: El “Tweet Party”

 

Varios analistas han definido la alianza sellada el pasado 14 de noviembre en La Haya entre Marine Le Pen y Geert Wilders como un embrión de un Tea Party a la europea. En efecto, la presidenta del Frente Nacional (FN) francés y el líder del Partido por la Libertad (PVV) de los Países Bajos se proponen fraguar una amplia alianza para las elecciones europeas de mayo para dinamitar la UE desde dentro. “Queremos liberarnos de la élite de Bruselas y recuperar nuestra soberanía sobre nuestras fronteras, nuestra economía y nuestras leyes”, resumió Wilders, en un objetivo compartido por la hija de Jean-Marie Le Pen. El sorpasso virtual logrado por el FN en Francia, donde algunos sondeos predicen que puede llegar por delante de los dos partidos centrales (UMP y PS), es el banderín de enganche para que otras fuerzas nacionalpopulistas se sumen a la operación: desde el FPÖ austriaco hasta el Vlaams Belang flamenco pasando por la Liga Norte o incluso el Partido por la Independencia del Reino Unido, que por el momento ha decidido ir por libre…

Mientras tanto, la pregunta es cómo definir este conglomerado de fuerzas neopopulistas que está pescando en el río revuelto de la crisis. En el caso de Marine Le Pen puede decirse que ha cambiado la estética del FN en sintonía con la mutación neopopulista que han emprendido en la última década las extremas derechas de Europa occidental. Es evidente, sin embargo, que ampliar el círculo a otras fuerzas políticas y poner en el mismo saco todos los populismos “es poco imaginativo, porque no capta su diversidad”, como alertaba el analista británico Timothy Garton Ash (El País, 24/XI/2013). La metamorfosis experimentada por estos grupos posfascistas, que aceptan las reglas de la democracia, no permite compararlos con fuerzas aún abiertamente neonazis como es el caso de Aurora Dorada en Grecia. “Menos aún -escribía Garton Ash- en el caso de, por ejemplo, los nacionalistas catalanes y el Movimiento 5 Estrellas de Beppe Grillo en Italia, que no tienen nada que ver con la extrema derecha”. Se trata de toda una obviedad, pero el hecho de que se asocie, aunque sea con voluntad expresa de diferenciarlo, un nacionalismo democrático y un movimiento que preconiza la democracia directa con el conglomerado neopopulista europeo no deja de ser sorprendente. (Una asociación de ideas que alimentaron los diputados de la Liga Norte al enfundar el 11 de septiembre camisetas con la estelada).

En este contexto, urge precisar que el nacionalpopulismo mantiene al menos cinco criterios que están presentes, en una proporción u otra, en el proyecto de Tea Party europeo que promueven Le Pen y Wilders: un nacionalismo exacerbado, la xenofobia y la islamofobia, la “preferencia nacional”, el antieuropeísmo y la crítica a las élites políticas y económicas. Hecha esta diferenciación, a manera de cordón sanitario con el resto de las fuerzas democráticas de la esfera nacionalista, cabe preguntarse por qué desde Europa muchos observadores enmarcan el salto exponencial del independentismo catalán en el contexto del auge de los populismos en este ciclo de crisis económica. Hay, al menos, dos respuestas. La primera, en clave política, se explica por el resultado de unas alternancias sin alternativas en los gobiernos de turno, con la austeridad y los recortes como todo programa. Ese factor hace que el debate sobre las diferencias (identidad, creencias, nación, Estado propio…) acabe desplazando el debate sobre las desigualdades (de clase social), hasta el punto de que se presupone que zanjando aquellas diferencias corregiríamos esas desigualdades. La segunda respuesta, menos explorada, viene dada por la disfunción entre política e información: si la tarea de la democracia del siglo XXI es administrar la complejidad, resultado de la diversidad social, los formatos mediáticos son cada vez más inmediatos, simples, emotivos y espectaculares, incluidos los que surgen de las nuevas redes sociales.

Como escribí en su día, los medios se han erigido en modernas catedrales emocionales (Michel Lacroix dixit) y tienen su cuota de responsabilidad en el auge de los neopopulismos. La espectacularización de la información y el culto de la emoción colonizan todos los formatos, en particular los audiovisuales y, en la era del fast food, el pensamiento rápido de los fast thinkers vende más que el debate contradictorio. El resultado: esos pensadores rápidos desplazan a los analistas críticos de los platós de televisión y de los estudios de radio. “¿Acaso -se preguntaba Pierre Bourdieu- la televisión, al conceder la palabra a personajes capaces de pensar a toda velocidad, no se está condenando a no contar más que con fast thinkers, pensadores que piensan más rápido que su sombra?”. Este sociólogo, fallecido en el 2002, constataba ya en la década de los noventa una práctica que se ha consolidado desde entonces.

Entre tanto, los gobiernos que más resisten en Europa son los que mejor administran los miedos, empezando por el miedo al otro, y eso explica tanto el repliegue de los viejos estados nación como el auge de los nacionalismos que aspiran a emularlos. “Si la gente no tuviera miedo, sería difícil ver la necesidad de un Estado”, escribe Bauman. En resumen, el largo ciclo de crisis, combinado con la simplificación de los mensajes, ha desatado una ola neopopulista, de signo y bandera dispares, que sacude toda Europa; también Catalunya y el conjunto de España. Más allá del proyecto de Tea Party a la europea -de los Le Pen, Wilders y compañía-, emerge un difuso Tweet Party que intenta responder en 140 caracteres a los retos de la complejidad.

Rafael Jorba, La Vanguàrdia, 30/11/2013

 

 

 

 


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