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A raíz de las derrotas electorales del PSOE en los dos grandes procesos electorales de 2011, se están asentando una serie de lugares comunes con vocación autocrítica de los que la socialdemocracia no sale bien parada. Este artículo propone una mirada alternativa sobre esos lugares comunes.
El primero de ellos es la crisis de la socialdemocracia. Esta teoría no se refiere sólo a la evidente pérdida de confianza del PSOE por parte del electorado, ni a los errores de ese partido en su última etapa de gobierno. Apunta hacia una decadencia general del marco ideológico socialdemócrata, que superaría las circunstancias actuales y las fronteras nacionales. Planteamiento que, por cierto, coincide con las tesis conservadoras.
Sin embargo, examinando las encuestas observamos que el apoyo de la opinión pública al proyecto del Estado de Bienestar y a sus valores –libertad, igualdad, justicia social, equilibrio razonable entre democracia y mercado– es ampliamente mayoritario, al menos en Europa. Del mismo modo, constatamos que el intento de recorte en alguno de los baluartes del bienestar, ya sea la sanidad, la educación pública o las pensiones, es contestado por la ciudadanía con muestras claras de descontento, desde el 15-M a las protestas en Grecia o Reino Unido. Y, eventualmente, con la pérdida de apoyo a los gobiernos considerados responsables del recorte.
Pues bien, el proyecto del bienestar y sus valores de referencia son precisamente los que la socialdemocracia abanderó y contribuyó de forma decisiva a implantar en Europa. El consenso generado fue tan amplio que incluso aquellas fuerzas políticas más remisas al proyecto acabaron respaldándolo, siquiera retóricamente, so pena de perder toda oportunidad de éxito electoral. Hoy en día parece imposible ganar unas elecciones en Europa diciendo abiertamente que el objetivo es desmantelar la sanidad pública o el sistema de pensiones. Asimismo, la derecha europea se ha visto obligada a incorporar valores tradicionales de la socialdemocracia, como la igualdad, e invocarlos públicamente aunque sea retorciendo el sentido del término para encajarlo a duras penas en su discurso. Desde este punto de vista, de ser cierto que la socialdemocracia afronta una crisis, sería una crisis de éxito: habiéndose asumido su programa y sus valores por la mayor parte de la población y del espectro político, quedaría condenada a la irrelevancia.
Sin embargo, el proyecto del bienestar no está definitivamente asentado. En su proceso de rearme ideológico de los últimos treinta años, la derecha neoliberal se fijó como objetivo estratégico el desmantelamiento de aquel proyecto y la superación definitiva del marco de justicia social socialdemócrata. La crisis actual le ha brindado la oportunidad de consumar esa estrategia, desplazando el foco de atención desde los excesos del sistema financiero –verdadero origen de la crisis– hacia una pretendida ineficiencia esencial de lo público, que obligaría a desentenderse del bienestar de la ciudadanía por mor de la sostenibilidad del Estado (concebido éste como gestor mínimo, fundamentalmente tecnocrático).
Una mirada atenta a la crisis nos demuestra dos cosas. En primer lugar, que el proyecto verdaderamente fallido es el neoliberal, con su confianza ciega en la eficiencia de los mercados, cuya mano invisible nos ha conducido a una catástrofe bien visible. Reproducir ese modelo sin corregir sus errores y excesos y sin más receta que la austeridad en el gasto público, como pretende la derecha, es un suicidio económico abocado a hundirnos más en la recesión ahora y a generar nuevas crisis sistémicas en el futuro.
En segundo lugar, vemos que el programa de deconstrucción del Estado de Bienestar que alcanza ahora su punto álgido –con la excusa de la crisis– devuelve la relevancia al proyecto socialdemócrata, despejando el peligro de “morir de éxito”. La verdadera tarea que debe afrontar la socialdemocracia no estriba en la revisión global de su ideario y valores, sino en convencer a la ciudadanía de que esa opción representa verdaderamente la apuesta por el bienestar y la igualdad de oportunidades, y que es la única capaz de hacerla efectiva con políticas claras y decididas una vez en el gobierno.
Hay quien considera que la apuesta socialdemócrata por el Estado de Bienestar denota una actitud defensiva: en ese sentido, la socialdemocracia se habría vuelto conservadora. Este es el segundo de los lugares comunes a revisar. Cabe aducir que si calificamos de conservadora la defensa de aquello que es atacado y que merece la pena defenderse, deberemos considerar conservadores a la resistencia antifascista europea o a quienes apoyaron la legalidad republicana durante la guerra civil. Preservar derechos ciudadanos conquistados con gran esfuerzo, que tienen como horizonte aún inalcanzado el bienestar de toda la ciudadanía, no es mirar al pasado: es mirar hacia un futuro en el que las personas disfruten libremente de una vida digna en condiciones de justicia social e igualdad de oportunidades. Pocas metas hay más progresistas que esta. O, sensu contrario, nada hay más conservador que combatir esa meta en el nombre de la reconstrucción acrítica de un sistema económico que ha probado su ineficiencia, y de un modelo social que nos aboca al homo homini lupus, más propio de la primera revolución industrial que de sociedades democráticas avanzadas.
Cosa distinta es que una defensa progresista del proyecto de bienestar deba articularse sin melancolías, teniendo en cuenta el contexto global en el que nos inscribimos. Esa labor exige respuestas innovadoras y consensos entre los socialdemócratas de toda Europa. Muchos de los cambios necesarios deben producirse como mínimo a esa escala, porque los marcos nacionales ya no bastan. La contraofensiva socialdemócrata tendrá éxito si es conjunta.
Quienes hablan de crisis de la socialdemocracia suelen remontarse –y este es nuestro tercer lugar común– a la caída del muro de Berlín. El hundimiento del bloque oriental habría causado una crisis de valores y una pérdida de referentes para la izquierda: el llamado fin de la historia, que certificaría el triunfo definitivo de una ideología –el neoliberalismo ilustrado por el Consenso de Washington– sobre todas las demás. Pero los hechos, tozudos, han acabado desmintiendo estos planteamientos.
Es un hecho, para empezar, que cuando cayeron los regímenes comunistas del Este, la socialdemocracia no los echó de menos. Ningún socialdemócrata –desde luego ninguno de la generación que creció en la España democrática– sintió entonces ni después que hubiera perdido un referente. Bien al contrario, se alegraron de ver llegar la democracia a esos pueblos.
Es un hecho también –y en él está la clave– que el triunfo del Consenso de Washington no era ni mucho menos definitivo. Cuatro años después de la quiebra de Lehman Brothers, comprobamos que los intentos de superar la crisis a través de postulados neoliberales están fracasando. Y cada vez es mayor el consenso entorno a la necesidad de impulsar soluciones distintas, que pasen por la reactivación de la demanda y el crecimiento. Soluciones neokeynesianas, anticíclicas, de aire claramente socialdemócrata.
La socialdemocracia es el proyecto político más duradero que ha conocido Europa. Sobre sus fundamentos se han levantado el Estado de Bienestar y las sociedades abiertas en las que vivimos. Asumir acrítica o resignadamente que ese proyecto está en crisis es algo profundamente cargado de consecuencias no sólo para nuestro continente, sino para todo el planeta.
Trinidad Noguera, Fundación Ideas, 09/07/2012
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